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‘Rumor de sí’, un vuelo poético con ecos moguereños

‘Rumor de sí’, un vuelo poético con ecos moguereños

Por

Rogelio Reyes Cano

Siempre que fui a Moguer —«el nido limpio y cálido» que abrigó en el curso del tiempo tantas soledades de Juan Ramón— me encontré gozosamente con esa aristocracia de vida que el autor de Platero descubriría en el «trabajo gustoso» de sus artesanos o en el bullicio de aquella calle de los marineros en la que nació y vivió sus primeros deslumbres infantiles. Es la misma finura que ofrece la arquitectura de su caserío, de una elegancia natural que el visitante capta apenas pisa el umbral de sus zaguanes, pórticos de paraísos interiores que funden sabiamente el sabor campestre y el buen hacer urbano. Nada tiene, pues, de extraño, que aquel pueblo entonces mitad campesino mitad marinero, cuna del más

grande de nuestros poetas modernos, tuviese también en su hablar notas que eran inequívocamente suyas, giros y modos de expresión tocados por la gracia del genio popular que el paso del tiempo y la nivelación lingüística han ido desterrando de su horizonte. Sólo así puede entenderse que desde su exilio de ‘trasterrado’ en tierras americanas Juan Ramón añorase precisamente el andaluz de su madre, una mujer del pueblo cuyo recuerdo le traía el eco de aquellos sabrosos decires moguereños: «La única persona que habla español en español, el español que yo creo español, era mi madre, tan natural, tan directa y tan sencilla, cuya voz sigo oyendo debajo de la mía».

Un exponente de aquel hablar es el título de un libro de poemas —‘Rumor de sí’— que acaba de ver la luz en la editorial sevillana Bucéfalo. Me lo aclara la autora del mismo, la escritora moguereña Rosario F. Cartes, una voz poética muy consolidada en el panorama lírico de nuestro tiempo que ya tiene tras de sí una fecunda estela creativa. No se trata, como podría suponerse, de una construcción metafórica culta en la que el término ‘rumor’ tendría la función atenuadora que lo distingue de la palabra ‘ruido’, sino de un curioso giro coloquial que significaba, sencillamente, ‘dar cuenta de uno mismo’. «Ya dio rumor de sí», se decía en Moguer para significar que alguien acababa de dar señales de vida, aplicándolo incluso a un hecho tan trivial como el simple despertar de una persona.

Rememorando este uso, la autora ha querido condensar bajo este enunciado los estadios de un itinerario anímico que se despliega en el curso del tiempo en un autoexigente proceso de depuración conceptual y expresiva que pide una lectura de mucho empeño. Una depuración mental que no debe confundirse con ninguna suerte de hermetismo y que es más bien el resultado de un sostenido indagar en el alma de las palabras y en su incesante virtualidad comunicativa. Son poemas breves, muchos de ellos de aire aforístico, con una imaginería de mucha altura lírica y un léxico que integra la naturalidad en el decir con unos perfiles cultos pero nunca impostados; de contrastada estirpe cultural pero no culturalistas. Hay en ellos una hondura de pensamiento compatible con un decir llano y siempre elegante que incita al lector a indagar en el último mensaje de cada poema, concebido como una unidad de sentido de valor universal producto de una rigurosa reflexión. Todo un reto para los amantes de una poesía de hondo latido intelectual y alto compromiso verbal, un cauce de la mejor tradición lírica moderna por el que hoy son pocos los que transitan.

Todo el poemario está alentado por dos ecos de estirpe juanramoniana: la indagación en la propia conciencia y el respeto al latido de la palabra esencial que nombrando crea, la fe en la poesía como reveladora del mundo. Esta introspección busca, a la manera de los místicos, lo más elevado en lo más íntimo, todo un programa de vida liberado de adherencias externas, tal como reza el poema más breve y posiblemente más condensado de todo el libro: «Vivirse: /ese es el vuelo». Un vuelo que en otro de los textos, también brevísimo, conduce hacia arriba justamente porque se dirige hacia adentro: «Alto apunta en lo humano/ de cada uno / el cultivo de lo hondo». Y en su sostenida dedicación a una operación de ‘nombradía’ —la tarea que en la conciencia de Juan Ramón justificaba la vida de todo auténtico poeta— su autora, deslumbrada por ese hallazgo, proclamará exultante el imperio de la palabra, asociada a la luz como metáfora reveladora de aquel primer nombrar divino creador de toda la existencia: «¡Y qué clara, a las leyes de la luz,/ la invitación a la nombradía. / Al fin y al cabo uno es las palabras / que sabe, / como es el tiempo / fluido sin contorno».

Culmina así un nuevo vuelo poético de Rosario F. Cartes, alentado, como todos los suyos, por aquella apelación a la inteligencia de su genial paisano cuando reclamaba imperiosamente el «nombre exacto de las cosas». Un nombrar que en este caso se nutre también del rico hontanar léxico de su querida patria moguereña.